julio 13, 2011

De la cursilería y otros delirios


Esta mañana me descubrí pensándote y mi reacción inmediata fue interrogarme.

Es muy extraño -me dije- estar en medio de llamadas, discusiones y reuniones y aun así tener espacio en la mente para dibujar las perfectas líneas que conforman tu rostro. Es ciertamente inusual -reproché- estar repasando a media mañana las palabras tibias que me encantaría susurrarte al oído o imaginar las caricias que podríamos darnos cuando finalmente decidamos compartir mis almohadas y mis nubes.

Y luego almorcé.

Y luego merendé.

Y luego pensé nuevamente en vos.

No tengo opción -concluí-, creo que me gustás.

Esta tarde lo reconozco. Y me declaro incapaz de borrarte de mi pensamiento. Me declaro culpable y sucumbo ante la pretensión de querer quererte. Nunca hago uso de mi derecho inalienable a la cursilería, pero esta tarde me he quedado sin alternativas. Finalmente entiendo que la idea de querer es consustancial a la de sentirse humano, vivo. Y abrazo la idea. Abrazo tu voz, tu gesto, tu mueca. Te abrazo a vos.

Y no pasa nada con querer querer. Y no pasa nada con exponerse, atreverse a hablar o afrontar el rechazo. No pasa nada más que la vida, la experiencia.

¿Pero te lo voy a decir? No, no lo haré. Porque también tengo derecho a guardar silencio y no puedo privarme de él arbitrariamente. Tengo derecho a querer verte, hablarte, hacerte reír, hacerte enojar, todo en silencio. Tengo derecho a disfrutar todo lo que este día me hace sentir vivo; un derecho innegable a la ilusión prístina, al motor de suspiros, a la avalancha de hipotéticos.

Quiero tenerte conmigo en un ideal; en una burbuja al interior de mi pecho, justo ahí donde no llega nada ni nadie, donde el veneno no te alcance nunca y donde puedo sentir tu calor dosificado en pequeñitas cucharadas de por-siempre.

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