febrero 22, 2010

Conexión


¿Qué escondés debajo de tu pantalón flojo y tus zapatos viejos? ¿Qué hay más allá de tu pecho flácido y maloliente, ese que se mueve incoherente debajo de tu tank top de supermercado?
No puedo saberlo, no puedo leerte y tengo que reconocerlo: la curiosidad me carcome. Me detengo fijamente en tus ojos y no logro descifrarlos. Te veo bailar como autómata al ritmo de una canción obscena, sucia, casi tan grasosa como tu cara, pero aun así, no logro entender tus señales. Y es que estás en un trance. Uno que te hace invisible, ajeno a los espectadores, ajeno hasta de tu propio cuerpo.
En principio, verte parado frente a mí, en alto, debería excitarme. Debería, en el menor y peor de los casos, producirme una erección aunque sea refleja, pero no.
No logro pasar desapercibido tu entrecejo fruncido, ese que me regaña por estar ahí, viéndote humillado. Viéndote contonear la dignidad al compás de un baile sexual que no deja nada a la imaginación. ¿Estás enojado en realidad? ¿O estás simplemente preocupado por tu próximo movimiento? Ese paso complicadísimo en el que colgás cabeza abajo en un tubo de metal posiblemente oxidable.
Sos un enigma que me intriga como nunca, un signo de interrogación convertido en danza vulgar, sin forma ni buenas maneras. Sos una pocilga, pero a la vez una necesidad. Un placer culposo, una aventura prohibida. Sos un lugar de mala muerte, un cuerpo amorfo. Sos lo que sos, porque creés que no podés ser otra cosa. Sos vos mismo, reflejado en mis ojos de miedo, de ansiedad y paranoia morbosa. No te culpo, tampoco te cuestiono, pero no sos para mí.

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